[El Añaraity: Eslabón perdido del yopará. Entrevista a Remigio Costa]. Por Christian Kent

La entrevista que sigue, realizada por Christian Kent a Remigio Costa, autor de uno de esos libros inencontrables El Añaraity (1969), fue publicada originalmente en la revista paraguaya EL GUAJHU número 7 que se lanzó en abril de 2016 en la ciudad de Asunción.
Remigio Costa nació en 1923 en Natalicio Talavera, en el Departamento del Guairá. Vivió en Luque desde 1940, terminó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Luque. Colaboró un par de veces en la Revista Literaria del Colegio San José y entabló amistad con varios escritores de la llamada Generación del cincuenta. Sin embargo, su obra no tuvo mayor repercusión. Murió en el año 2003, a los 80 años, a causa de una apoplejía.

El Añaraity: Eslabón perdido del yopará. Entrevista a Remigio Costa

En 1969 fue publicada la novela corta El Añaraity sin ningún efecto en los cerrados círculos literarios de la época. En el momento en que fue recibida, fue también olvidada. Nos parece que hay en las obras olvidadas algo fundamental que, por alguna razón, el tiempo no ha sabido reconocer. Tal vez la sombra de los árboles más grandes no deja que otras plantas crezcan a su alrededor. Tal vez hay, en esa obra que no trasciende, un contenido tan oscuro, tan demoledor, que lo mejor haya sido barrerla bajo la alfombra.
Encontramos en El Añaraity una singularidad de lenguaje que no existe en ninguna otra obra en los tiempos en que fue gestada. Remigio Costa se ve en la necesidad de crear un lenguaje nuevo, un pancracio lingüístico, una cópula desmedida de gramáticas dispares, para narrar las aventuras de su personaje, el malandro Añaraity, en los suburbios de una Asunción controlada por el terror y la cárcel. A medida que este temerario personaje se mueve, avanza con él un nuevo lenguaje.
El mismo autor habla de un "protoyopará", análogo al protopunk de Los Saicos, a mediados de los sesenta en la Amazonia peruana. Al leerlo hemos descubierto, efectivamente, el eslabón perdido de la poesía yopará, del portunhol selvagem y del porounhol. No solo por la curiosidad idiomática, sino por los valores que introduce esta literatura: una marginalidad mística, una mítica de suburbio, desde dónde el anticristo criollo asume la misión de repoetizar (resignificar) el mundo.
Encontré El Añaraity en la librería de Domínguez en Asunción, abajo de viejísimas (y algo indecorosas) ediciones argentinas de Twain, de Hugo y de Balzac. Fue tanta mi sorpresa al terminar de leerlo que, gracias a mi finado amigo W.A., que todo lo sabe, logré contactarlo. Esta entrevista se realizó el año 2002, el 13 de agosto de 2003 Remigio Acosta murió, la única mención de su muerte apareció en la sección de exequias del diario paraguayo ABC, indistinta, igual a otras muertes de nombres que solo recuerdan los familiares.
En su casa, un pequeño solar de abundantes plantas, en Luque, Remigio Costa nos recibió con limonadas y nos sentamos en la galería. Era un hombre alto, encorvado más por su increíble altura que por los años, llevaba un par de lentes incongruentes que aumentaban el tamaño de sus pequeños ojos y un suéter con el dibujo de un lobo siberiano. Chasqueaba la lengua para hablar, pero la fuerza de sus palabras, la precisión de sus ideas, eran las de un hombre en la plenitud de sus años.

¿Qué es para usted “la literatura”, don Remigio?
Mire, yo tenía diez años cuando tuvimos nuestro primer teléfono en casa. Mis padres llegaron a la ciudad de un pueblito chico llamado Borjitacué, donde no había necesidad de teléfonos. Yo estaba maravillado con el aparato, no entendía cómo las voces humanas podían viajar por cables. Así que un día se me ocurrió desarmarlo, pieza por pieza, y no encontré más que eso, un mecanismo, un entramado de cables y engranajes. Por supuesto, nadie pudo volver a armar el teléfono, así que ya no sirvió para nada. ¡Lo tuvimos que tirar! Y yo ligué como condenado.

¿La pregunta sobre la literatura es inútil entonces?
Yo no digo eso. Lo que digo es que no es mi trabajo. Soy escritor, no un experto en literatura. Hay personas que se dedican a hurgar en los dispositivos del texto y otras, como uno, que construyen mundos. No digo que en los escritores la pregunta sobre la literariedad esté ausente, es solo que la pregunta se hace desde adentro, desde la obra. Cuando el músico termina de tocar, apagale el micrófono (Risas).

¿La obra dice más de lo que podemos decir nosotros como autores?
¡Ecco! Usted lo dice mejor que yo. No sé si usted leyó mi novela corta, El añaraity. ¿La leyó?, ¡pero qué sorpresa! A diferencia de otros colegas de mi generación, coseché muy pocas lecturas. Pero qué se yo, no me puedo quejar, me invitaron un par de cervezas en el San Roque, Lorenzo Livieres escribió una reseña de mis poemas para la revista del colegio San José. En fin, siempre escribí para sorprenderme a mí mismo, para no quedarme, como decía Borges en el cuento de los "Tigres Azules", “con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo”.

Me contabas sobre El Añaraity...
¡Claro! Nos fuimos por las ramas. Era un hijo de puta con todas las letras (usted me edita después). Un calavera, un vividor, uno que anda por la vida viendo cómo sacar provecho de los ciegos y los idiotas. Un día se me ocurrió que El añaraity despertó en una parada de micro, junto a una petaca de caña y una caja de los peores cigarrillos y me puse a escribir. Me propuse seguirlo. "Allá se va el Añaraity, oho, oho, mbaéicha oho, ritmo do malandro, paso longo y silencioso de la muerte. Oho Añaraity, kachiai pórte, novelesco kelembú". A medida que el Añaraity iba ganando espacio en la ciudad, metiéndose en sus líos, yo iba desapareciendo, como su creador, hasta que ya no tuve nada que ver con él. ¡Estaba vivo! Como vos, como yo, como cualquiera.

El Añaraity es un precedente único, insólito para los años sesenta, de la escritura del yopará que aparece mucho después, a mediados de los noventa, con el Mar Paraguayo de Wilson Bueno.
Sí, leí a Bueno. Su Mar Paraguayo es una rareza, una joya. Nadie me leyó a mí, pero yo leí a todos: a Canese, a Diegues, a Bogado, al domador de Yakarés. Y sí, se podría decir que El Añaraity es una especie de protoyopará. Hay una irrupción de la tercera lengua en la literatura de entonces, lengua irreverente, maleducada, que no se resigna al molde de una gramática y que dice cosas que jamás podrían decirse en un castellano claro, castizo y correcto. En el 73 aparecieron los Monólogos de Appleyard, pero para mí es basura; el lenguaje de los Monólogos es el de un burgués que quiere imitar, malamente, desde una silla demasiado cómoda, la riqueza de la lengua popular. Se come las eses, usa algunos trucos sintácticos, pero no pasa de ser, como dice Meliá en el prólogo, "un elogio de la jerigonza". Mi Añaraity apareció en el 69, nadie lo entendió, tal vez eso me haya salvado de la cárcel.

¿Qué significaba escribir en tiempos de la dictadura?
Fui un desafortunado con mucha suerte, como ya dije. De los 200 ejemplares de El Añaraity que imprimí, 100 se quedaron en cajas debajo de mi cama y los otros 100... bueno, la cuestión es que pasó tan inadvertida que no hubo razón para perseguirme. Sabía que algunos colegas cayeron en la tortura y otros en el exilio, pero yo ni siquiera tuve que esconderme, cuando cayó Stroessner yo estaba en el patio de mi casa leyendo Le Description de l"Egypte. Recuerdo el ruido de los cañones, cuando eso vivíamos sobre la calle San Francisco, mi esposa Chiquita me pedía que entre a la casa a gritos, pero yo estaba muy lejos, en Elefantina, descubriendo, con Champollion, con Petrie, jeroglíficos, momias, pirámides que por milenios escondió la arena.

¿Cuáles fueron sus referentes más notables?
Mire, para escribir El Añaraity podría decirse que anduve más por la calle que por los libros. Me aficioné a las damas (al juego, no a las mujeres) y me hice amigo de los taxistas de la que ahora se llama "Plaza de la Libertad", entonces era la "Plaza de los Héroes". Desempolvé también un diccionario portugués que era de mi padre y con eso tenía ya los elementos que necesitaba. Mientras tanto leía libros que no tenían nada que ver con las historias que quería contar. Libros de arqueología y de ciencia, recuerdo un librito de Sprague de Camp sobre la era de los inventores, y también leía a los libertinos franceses como Beauchamp, Sade, de Crébillonp, Fougeret de Monbron, Vivant Denon. Siempre leí por el goce de leer y escribí para que mi mujer no me encontrara siempre leyendo (risas). No, en serio, supongo que uno escribe para devolver, con su pequeño aporte, al inmenso placer de haber leído. 

Esa es una pregunta que puede interesarle a los poetas y narradores jóvenes, ¿por qué escribir?
(Suspiro) No he escrito nada en décadas. Cuando escribí El Añaraity, lo hice con una fe absoluta en la poesía, en su poder transformador. Y así tenía que ser, en ese tiempo, escribir algo que no fuese escrito con toda la sangre no hubiera tenido sentido. El Añaraity es un tipo que puede ser visto como un parásito, una lacra social, pero para mí era un símbolo de pureza, de rebeldía. Hoy, que estoy resignado a llenar las páginas y los días de un diario interminable, pienso que escribir es más bien una compañía. Mientras escribo, no estoy tan solo. Escribo también para esperar la muerte, como Penélope. Texto y tejido son una misma cosa, por eso me habré casado con Chiquita, que era modista.

Christian Kent

Textos complementarios 
Jorge J. Locane (2015). Disquisiciones en torno al portunhol selvagem. Del horror de los profesores a una “lengua pura”. Perífrasis. Revista de literatura, teoría y crítica. Universidad de Los Andes, Colombia.
Christian Kent (2012). Mar Paraguayo de Wilson Bueno: La marafona de Guaratuba. La Calle Passy 061, Chile.

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