[La autorreferente representación de la crueldad. Sobre Hystera/ Histrión de Fanny Campos Espinoza]. Por Ismael Gavilán

Ismael Gavilán escribe sobre Hystera/Histrión de Fanny Campos, libro publicado recientemente por Ediciones Balmaceda Arte Joven.

La autorreferente representación de la crueldad. Sobre Hystera/ Histrión de Fanny Campos Espinoza

Un teatro mental. Un teatro mental que a su vez es un teatro de cámara y un teatro de la crueldad. Pero asimismo un teatro que no es un teatro, sino un largo monólogo dramático donde prosa y verso se intercalan con ligereza y promiscuidad; pero a su vez un monólogo que no es tal, sino una textualidad fragmentada que reúne a jirones restos de experiencia o, más bien, una experiencia que se resta de sí misma hacia la asunción placentera y desvergonzada de su propio artificio, quedando en pura pose, en puro gesto. Un gesto artificial. Y por ende retórico y saturado de imágenes, referentes de la cultura letrada y de la cultura pop, entremezclados de forma indistinta y autorreferencias de un “yo” que se enmascara bajo eso y muchas otras cosas. Una sensibilidad que no teme hacer del kitsch buena parte de su fuerza expresiva a la hora de vérselas con su propia disolución imaginativa.
Publicado por Balmaceda Arte Joven Ediciones a mediados de este año 2015, Hystera/Hystrión no es la primera publicación de la autora. Partícipe de varios talleres y de varias antologías, Fanny Campos había publicado un adelanto de este libro en 2013 Castillos medievales en la ciudad, título que ya mostraba sus derroteros imaginativos y opciones estilísticas que el presente libro no desmiente para nada. Mas, ¿en qué consistirían esos derroteros y esas opciones?
Si apreciamos el libro que tenemos entre manos, advertiremos que, formalmente, se articula en tres actos, cada uno precedido de una breve introducción en prosa que nos sitúa en un interior donde una voz indeterminada –una tercera persona en tono displicente y descriptivo– nos lleva a presenciar un espacio que puede ser una habitación, un dormitorio, un pequeño loft, un vestíbulo o lo que fuera. A continuación una serie de breves fragmentos a modo de versos entrecortados, la mayoría de arte menor y varios de carácter elíptico y con una disposición en la página que no parecieran seguir un ritmo específico –a pesar que algunos versos son reiterados al final de cada pequeña “estrofa” a modo de salmodia o mantra– ni tampoco sugerir de modo explícito una secuencia predeterminada. A manera de montaje, los versos van sucediéndose y hacen que busquemos su eventual continuidad por asociaciones que la propia imaginería que los sustenta va concatenando y no necesariamente en la narrativa de un despliegue sintáctico de ordenamiento lógico. Al final del Tercer Acto, un apartado titulado “Notas de la autora”, enumera con grafía romana diecisiete notas o fragmentos que se asumen como explicativos de varios de los versos o secciones precedentes, en una especie de emulación biográfica y sentimental del recurso utilizado por T.S. Eliot al final de su poema La tierra baldía. A continuación de estas “notas” y sin título alguno, se suceden una serie de imágenes: el retrato de Erzsébet Báthory de Ecsed; la pintura Ophelia de John E. Millais; la fotografía de Jules Bonnet en la que aparecen Lou Andreas Salomé, Paul Ree y Friedrich Nietzsche; la pintura Judith decapitando a Holofernes de Artemisia Gentileschi y, finalmente, la pintura de Eugene Delacroix La muerte de Sardanápalo.
Ciertamente nos encontramos ante un texto de una complejidad semiótica que no puede ser leído ni despachado con nuestros habituales hábitos lectores que, a veces, requieren a un poema como una especie de doble dócil y aproblemático de aquello que llamamos “experiencia” o aun “realidad”; hábitos que asumen que no hay mediación entre el lenguaje y lo que este refiere, pensando que esa relación es llana, directa y hasta transparente. El libro de Fanny Campos es un mentís a esa primaria y primeriza idea –o prejuicio más bien– pues lo que nos indica este libro desde un principio es que su disposición formal, su tono de enunciación y los recursos expresivos a los que apela no son otorgados con “naturalidad”, sino todo lo contrario, es decir su propia concepción se concibe como un juego artificioso que huye como de la peste de cualquier referencia naturalizada a la así llamada “realidad”, mostrándola como una experiencia hiperbólica y hasta desmesurada. Porque lo que hay detrás de esta verdadera puesta en escena, me parece que no solo es una serie de recursos tomados de las artes visuales o de una intertextualidad literaria de herencia gótica o sangrienta, ni tampoco una mera adaptación escenográfica en la disposición material en que los poemas deben ser leídos –tal como lo ha sido en la presentación pública del libro donde su autora ha puesto un esfuerzo multimedial en marcha a modo de un espectáculo con música incluida–; no, no solo se trata de un barroquismo que aturde –o indispone– los sentidos del espectador/lector. Se trata, creo, de un gesto que pone en obra una sensibilidad que, de manera muy precisa, una autora como Susan Sontag ha descrito con maestría: el camp (leer: "Notas sobre lo camp" - inglés - español).
Al identificar el camp como una expresión de sensibilidad y no como un movimiento o tendencia artística, Sontag lo rescata de cualquier historicismo perecible y, por otro lado, nos permite leer a Fanny Campos con un prisma que le hace rendir simbólicamente más allá de cualquier encasillamiento generacional o algo así.
De aquel modo, la ensayista estadounidense nos indica que lo que hace al camp ser lo que es como tendencia sensible es su profundo amor a lo no natural, es decir, al artificio y a la exageración. Asimismo, se le puede entender como un fenómeno urbano en el que es posible advertir una manera de ver y sentir que implica, ni más ni menos, una forma de mirar el mundo como fenómeno estético, pero donde el establecimiento de esta sensibilidad no se otorga en grados de belleza, sino en el grado de artificio o estilización que posea. El camp no se configura exclusivamente o relega a los objetos residuales de la producción industrial –vestidos, juegos, publicidad–, sino también abarca o subsume en una peculiar absorción mimética, elementos de la antaño llamada “cultura superior” donde imágenes, sonidos y palabras se otorgan bajo la gracia de su reproductibilidad técnica, generosas y cotidianas. En ese sentido, muchos ejemplos de camp los constituyen cosas que, desde un punto de vista “serio” son "mal arte" o kitsch. A su vez, al ser parte de su esencia la exageración, puede apreciarse que lo más cercano a su estilo o puesta en escena se acerca al art nouveau, pero bajo el prisma de una cultura de masas que ya no cree en la exclusividad de su propia manifestación. Pero hay un ámbito donde lo camp adquiere cierto estatus de peculiaridad y se vuelve una variación postmoderna de lo siniestro: en su pasión por la crueldad como ingenuo juego de cansancio y que hace de la mascarada y el travestismo su propio non plus ultra en tanto amaneramiento andrógino.
Entre estas múltiples referencias, los poemas de Fanny Campos creo que encuentran un marco de significado posible que permite leerlos más allá de la anécdota ingenua de una “onda” gótica de tribu urbana mal asimilada. Estos poemas, ciertamente, son mucho más que eso: son un juego ingenioso –que no ingenuo– de una sensibilidad cansada, de un erotismo con pretensiones malditas y con un talante para nada insignificante de sofisticación psicológica que apela constantemente a una biografía entre ficticia y apócrifa para justificar sus devaneos imaginarios; poemas que se vuelven una y otra vez autorreferentes en el placer de su propia enunciación, poemas que se regodean en su propio narcisismo cruel y lúdico, pero siempre haciéndonos saber que su “crueldad” es una puesta en escena de una mente tras la que habita un vacío mucho más aterrador que las imágenes que intentan su efímero conjuro a semejanza de ese pavor que nuestros bisabuelos modernistas sintieron al descubrir el artificio que implicaba escribir un poema. Es de aquel modo que en los poemas de Fanny Campos advertimos la queja de la representación: para tocarnos y remecernos, esta debe ser hiperbólica pues de otra manera no nos causa daño alguno o, lo que es peor, nos evidenciaría a nosotros mismos en nuestra obcecada indolencia. Algo parecido a lo que experiencias límites, como las que proponen Bataille y Artaud, arguyeron con todo su ropaje filosófico y estético ante el fracaso de la promesa vanguardista que el surrealismo puso en circulación durante la primera mitad del siglo XX. Guardando las proporciones, los poemas de Fanny Campos no temen caer en el juego de una violencia textual que no tiene, en su paradoja, de su parte una trasgresión sintáctica flagrante, más bien una adocenada histeria de hacernos llamar la atención bajo el ropaje de imágenes crueles, sangrientas y hasta sádicas. Pero todo dentro de un espacio privado –el loft, el pasillo, la alcoba, el baño– que se ha vuelto patas arriba en su seguridad simbólica. No hay seguridad en los espacios que describen los poemas de Fanny Campos, hay más bien un juguetón desplazamiento de toda certeza, desplazamiento que hace tambalear al poema como refugio de un significado unívoco y posible. Es por eso, tal vez, que la necesidad de este libro por mentar en su hibridismo textual, los recovecos de la experiencia que se ha hecho trizas. De ahí es que las notas en prosa, y las imágenes finales, posean un peso específico en la concatenación del eventual sentido del libro como totalidad.
Podemos estar de acuerdo o en desacuerdo con el modo en que en estos poemas se articula una retórica a medio camino entre lo naif y lo kitsch que no a todo lector puede satisfacer o interesar. El riesgo de un texto hiperbolizado como Hystera/Histrión es siempre eso, un riesgo. Pero más allá –si acaso algo así fuera posible– de esa eventual retórica que nos embelesa o nos causa repulsión, los poemas de Fanny Campos ponen sobre el tapete algo no menor: que todo poema que se precie debe hacer circular, dentro de su propio marco de referencias, su propia retoricidad hasta llegar a su anulación. Y eso, de alguna forma, tiene un nombre: crisis. Y en el contexto en donde Fanny Campos escribe sus poemas, eso se agradece, pues crisis implica lucidez y autoconciencia de límites para saber poner en entredicho el sentido de la representación.

Ismael Gavilán
Quilpué, invierno de 2015

Comentarios