[Bajarse de la micro por la ventana: Alameda tras las rejas de Rodrigo Olavarría]. Por Pablo Torche

Alameda tras las rejas es la primera novela y también el primer libro de Rodrigo Olavarría (Puerto Montt, 1979), conocido hasta ahora por su tarea como poeta y traductor de la obra de Allen Ginsberg, Sylvia Plath o Patti Smith. Pablo Torche, narrador chileno y fundador de Revista Intemperie, nos entrega una lectura de este libro aparecido a finales de 2010 por La Calabaza del Diablo.

Bajarse de la micro por la ventana: Alameda tras las rejas de Rodrigo Olavarría

De las múltiples causas que pueden explicar la oleada de narradores jóvenes que ha surgido en Chile los últimos años, tal vez la más importante sea también la más aburrida: el crecimiento económico. Para bien o para mal, creo que es cierto que las becas de estudio y creación, los premios literarios, la posibilidad de subsistir –aunque sea apenas–, con trabajos “freelance” que dejan algo de tiempo libre, tiene su efecto en la emergencia de nuevos músicos, cineastas y, por supuesto, escritores. Lamentablemente, este desarrollo económico no ha sido acompañado de la transformación de los hábitos lectores de los chilenos, de manera que -por poner un punto de comparación- si ya sobrepasamos el ingreso “per capita” de Argentina hace un par de años, todavía estamos a años luz de acercarnos a las dimensiones de su mercado editorial, el que en Chile sigue siendo extremadamente magro.
Como sea, toda esta dilatada reflexión societal sirva de prolegómeno para introducir uno de los libros más recomendables surgido de la mano de los así llamados narradores “jóvenes” (perdón por el vocablo), en los últimos años. Se trata de Alameda tras las rejas publicado hace más de un año por Rodrigo Olavarría, quien hasta ahora se había mantenido al margen de la narrativa, entregado a los más riesgosos oficios de la poesía y la traducción. El volumen viene editado por Calabaza del Diablo, editorial que, aparte de cierta marcada propensión al descompaginamiento por parte de sus producciones, se destaca por un notable catálogo de títulos.
Organizada en forma de diario, la novela de Olavarría se estructura narrativamente sobre la base de las aventuras amorosas y seudo-eróticas del protagonista, sazonadas por profusas reflexiones en torno al alcohol (teóricas más que prácticas), amén de otras elucubraciones acerca de la literatura, el suicidio, el arte y la vida. El autor juega con un yo muy localizado, supuestamente biográfico o muy cercano a la realidad. No cabe duda de que una buena parte de los eventos o fragmentos relatados son, por así decir, veraces, tuvieron en algún momento carta de ciudadanía en el territorio de lo que llamamos real. Pero más que la veracidad, lo que realmente llama la atención de este libro es su extraordinaria “verosimilitud”, la enorme vividez [sic] con que transmite una atmósfera de emociones, relaciones y pensamientos completamente convincentes.
El ambiente “henrymilleriano” en el que se desenvuelve la novela, poblado de lechos fortuitos e inopia marginal, sirve de marco para una reflexión de signo diverso, quizás contrario, respecto del verdadero significado del amor, el sentido de la vida y el tipo de relaciones que permite (y no permite) una sociedad totalitarizada por la idolatría de la eficiencia y el éxito material (en esto último sí se emparenta con el mensaje profundo de Henry Miller. ¿Acaso en lo primero también? Es discutible).
El libro intercala algunos episodios en verso, pero las que resultan más propiamente poéticas y alucinantes son las amplias reflexiones en prosa acerca del vacío y la nada:
“A diario repito que no me importan ni yambos ni placeres, aun así todos los días leo y escribo estos poemas que pongo frente a mí, no veo mayor contradicción en eso, incluso es común que salga y me pierda entre calles o camas deformadas por el uso donde busco algo para lo que todavía no hay nombre o que simplemente puede designarse como nada”.
El referente más explícito del tono del narrador -crecientemente apasionado y ansioso de escudriñar el significado oculto tras los sentimientos y relaciones pasajeras- es el Kerouac de Los subterráneos, pero me parece que el yo más profundo que se asoma y da sustento al relato es el del Quijote. El resultado es quizás el logro más valioso de Alameda tras las rejas, construir un convincente “loco-lúcido”, un idealista de causas perdidas, que contrapone su derrota y desvarío a un mundo manchado por la instrumentalización de los sentidos de vida, y de las relaciones humanas.
Al igual que el Quijote, su locura no le impide hacer filosofía de los grandes temas existenciales, la cual, a pesar de lo disparatado del contexto en que surge, parece mucho más acertada que la pléyade de lugares comunes que copan nuestro horizonte. El resultado es una curiosa inversión de los sentidos, donde las ideas o escenas más ridículas parecen cobrar de pronto un sentido íntimo, casi revelador, precisamente a causa de su quijotesco absurdo, como ocurre cuando el protagonista decide saltar por la ventana de una micro para sorprender a un amigo, intento que casi termina en un malhadado accidente.
Alameda tras las rejas ofrece una lectura a la vez profunda e hilarante, donde la risa porta también debajo suyo una crítica profunda y llena de resonancias.

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